martes, 11 de agosto de 2009

MIS CUENTOS

Cuando la noche prefiere ser pérfida

..mirándome al espejo,
he descubierto un extraño,
por que al fin y al cabo,
yo mismo no me conozco.
A nadie le debo nada,
pero yo mismo me embargo,
los míseros ideales,
que no he cumplido con pagar sus reales...
De la canción “Confesiones” (Los Mojarras)


¡Uyyy! ¡Ayy! ¡Hasta el fondo mi amor! ¡Empuja! Y su trasero gordo y blanco se movía de modo insospechado para ella y mucho más para él. ¡Mi amor! Interrumpió la mujer. Mátame el zancudo que tengo en la pierna derecha. Ella no podía, estaba agachada, muy agachada. Marcelo palmoteó la pierna de Ana con una satisfacción pasmosa. Las nalgas de Ana al batirse iluminaban el rostro de Marcelo quien podía ver como estas rebotaban a cada agitación. ¡Los zancudos mi amor! Le decía ella mientras las sensaciones le ganaban a las picaduras. Un vientecillo frío endurecía las nalgas de ambos y a su lujuria. Pero nada interrumpía el momento. Los cañaverales cual paredes mudas, acompañaban la escena con movimientos y sonidos del rozamiento de sus hojas, como sí ellas también sexuaran. Marcelo sujetaba muy fuerte a Ana. Ella con las manos en el alto borde de un surco se colgaba de todo el ímpetu de él. El vestido le cubría la cabeza, pues había sido levantado hasta dejar los senos colgando, expuestos al bárbaro manoseo de las manos de Marcelo. Este se dio cuenta que los zancudos hacían un festín del trasero de Ana. ¡Debe ser que es tan blanco, y como la luz les atrae! Se dijo Marcelo mientras espantaba a los insectos.
¡Mamáaa! El llanto jodía a Marcelo. ¡Mamáaa! El llanto atormentado abría un sendero de los cañaverales. ¡Mamáaa! Tengo miedo... ¡Los zancudos me pican! ¡Mamáaa! Mi hermanito se durmió! Y el llanto solo era oído por la noche ciega, sin luna y sin estrellas. ¡Mamáaa! Y su angustia quebrantó todo en la profundidad de su alma y sus ideas. Todo quedaría marcado para siempre por esa infausta circunstancia. Ella no entendía. No concebía nada. Sólo oía gritos y graznidos de posesos. ¡Mamáaa! Y su grito sofocado por sus mocos no alcanzaba a nadie... A nada... Ni a su madre...
¡Caray! Otra vez ese sueño, otra vez retratado yo en esa imagen. Marcelo se despertó confundido en ese conflicto de emociones: la angustia de los niños y la lujuria de esa mujer. Si solo fue mi suspicacia. Se repetía en sus adentros. La oscuridad de su cuarto le impidió evadir las visiones. Y todo apareció de nuevo. La noche del domingo recorrió su mente.
¡Sube, sube! ¡A Mochumí... A Mochumí! Hay asiento atrás señora... ¡Señor! Hay asiento atrás. Dos juntos. El cobrador insistía. La hora pasaba carajo. Wilbor y yo teníamos que llegar pronto. Por fin la pareja subió. La mujer de por lo menos treinta y siete años llevaba a sus dos pequeños. Un varón que tenía apariencia de cinco años, con un corte redondo, parecía un menudo y rechoncho curita. La niña tenía ocho años, de colas como de historieta, carita muy redonda. Los globos que llevaban en la mano, aporrearon el rostro de todos al subir. El niño se parecía mucho a la mujer. Su pareja, que se quedó en la entrada detrás del asiento del chofer, masticaba chicle. Tenía el rostro de ebrio nervioso. Era un cholo piel curtida y miraba el exterior todo el tiempo.
¡¿Mamá, a dónde vamos?! Inquirió la niña angustiada. ¡Calla... Calla! Le dijo la madre susurrándole preocupada, la que estaba a mi lado. Llevaba a su niño en las faldas al que besaba de vez en vez en la mejilla. La mujer olía a licor. Es un hecho que habrían salido de una fiesta: un bautizo, un cumpleaños, algo así. La combi avanzaba entre la oscuridad de la carretera. Por esos lares sólo se podía ver lo que la luz del móvil alumbraba. Una estridente y bulliciosa canción de Tony Rosado sonaba en la radio del vehículo, eso distraía a fuerza a los pasajeros. El rostro del hombre surgía como más embriagado en cada metro que avanzaba la combi. Iba en silencio, como concibiendo el pecado.
¡¿Mamáaa, a dónde vamos?! Inquirió la niña más angustiada aún. ¡Cállate...! Le susurró nuevamente la madre, esta vez molesta. La niña avergonzada opta por observar también el camino desconocido. Aún estábamos lejos de Mochumí. Ya eran las ocho y cuarenta y cinco de la noche.
De súbito. ¡Baja... Baja!. Gritó el cobrador. Bajó el borracho y lo siguió la mujer y sus dos niños. El paraje aún era oscuro, todo estaba colmado de cañaverales verde endrino y no había ninguna casa a la vista. La combi arrancó y dejó que la pareja se esfumara en el horizonte oscuro. Y mi pensamiento se sofocó en mis angustias de humano, de alma, de ser. Y estos no alcanzaban a nadie... A nada... Ni a la madre...

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