lunes, 20 de abril de 2009

MIS CUENTOS

Volver a ser
…hablar sobre amor por el messenger, cientos de veces, es como enamorarse a primera vista…

El pene al aire encogido, las nalgas frías dando la espalda a la mesa, las piernas yertas y mi torso lampiño, rompían la armonía del antiguo interior. Estaba desnudo frente al auditorio hablando sobre la película. Por inusitados momentos me preguntaba como es que la gente no ponía reparo en ello. No entendía como podía hablar con notable fluidez en esas condiciones. Me paseaba de un lado para el otro de ese extremo del auditorio y la gente, con evidente concentración, me perseguía con la mirada para donde iba. Como nada parecía más llamar la atención que mi perorata sobre el cine independiente y el cine comercial, continuaba, sin importarme el estar así, sin nada de ropa. Trataba de no distraerme en pensar que había sido de mi indumentaria de siempre. En ese estado, fácil podría arrancar una risa o una mirada de sorpresa, pero nada. Cuando ya estaba a punto de terminar mi discurso para ver la película, pude ver como un rostro me sonreía con especial familiaridad, y era evidente que se sonreía por mí. Insistentemente. Me avergonzó por un instante la desnudes de mi cuerpo, pero, como motivado por una ráfaga de terrible voluntad corrí hacia ella desesperadamente. Pero mis pasos se hacían lentos, pavorosamente lentos y ella sonreía, bella, hermosa, trascendental; y cada vez más angustiado, en un último impulso desesperado salté hacia ella: si era ella, Rossy, frente a mí, en el auditorio. Y no la pude alcanzar, ni su sonrisa, ni su rostro.

Mis ojos abiertos, con la vista posesionada sobre el techo blanco de mi habitación intentaba resolver nuevamente la angustia de mi corazón. Ese sueño apesadumbrado. Sabía que había visto su rostro, pero no lo podía imaginar: ¿qué era eso que me impedía verla y reconocerla? Eso duplicaba mi ya alicaído espíritu contrito. Me consolaba tratando de sacar deducciones de lo que habíamos hablado. Debe ser cierto lo que decía, es como otro mundo el de los sueños, otra dimensión. En esa desesperación, la posibilidad de hacerlo conciente, de tomarlo, de manejarlo, me abrumaba. Ella me había enseñado en muchas conversaciones como desdoblarme, se lo creí porque la amaba. Era otra especie de ser, salido de algún cuento feliz, cuando comprobaba su existencia cada día, vivía sólo para ella y no es para menos decir que para el messenger donde la podía encontrar, todo el tiempo. Hacía oídos sordos cuando me decían: que cómo era posible que me pudiese enamorar de alguien por el messenger, sin nunca haberla visto. Sólo sabía que se hacía llamar Rossy y nada más. Pero, para mi eso era lo absoluto, lo total. No había más.

Marcelo dice: Hola Rossy. Me has extrañado? Yo mucho.
Rossy dice: Si que si. Claro que claro.
Marcelo dice: jajajaaja
Rossy dice: Y dime, leíste lo que te pase a tu correo.
Marcelo dice: Si claro. (Respondiendo con temor, le preocupaba le preguntara más, había leído el texto con rapidez, sin importancia).
Rossy dice: me alegra. Dentro de todo ese largo texto sólo algo es importante, sólo una frase sencilla.
Marcelo dice: (Interrumpiendo) Tú sabes que no me gusta leer mucho. Me descubriste cuando al principio de nuestro encuentro aquí, te quise engañar que había leído bastante.
Rossy dice: si pes… jajajaja
Marcelo dice: quería impresionarte. Tú sabes mucho.
Rossy dice: no se nada amor… no se nada… sólo he leído bastante. Saber…
Marcelo dice: bueno eso pes, pero sabes.
Rossy dice: saber es más amor, es mucho más. Sólo recurre a ese poder que habla el libro y veraz, empieza aunque sea una sola vez al día.
Marcelo dice: y amor… cuando nos conoceremos. Tenemos ya casi…
Rossy dice: no hay apuro, nos conoceremos.

El barullo de las patrullas. La hora nueve y treinta de la mañana y no quería despegarme de mi cama. Y para qué, todo el mundo estaba hecho una caos. Ese huevón que hizo esto se debe estar muriéndose de la risa. Todo afuera esta patas arriba. Si por lo menos la tuviera a mi lado, sería suficiente. Prefiero morir aquí adentro sino puedo volver hablar con ella nunca más. Cómo no pudimos imaginar todo lo que se venía y se supone que somos más inteligentes. Y ahora, con toda la modernidad que tenemos, sólo queda cáscara. El hombre ha vuelto a ser el mismo energúmeno de antes. Sólo era ropa sofisticada con la que se había vestido nuestra humanidad, fingiendo ser algo que no era. Rossy, te tuviera a mi lado, nada me importaría y volvería a lo que hizo el primer hombre si estuvieras junto a mí. Pero, nadie, nadie carajo se daba cuenta de la dependencia que se había creado. Bancos, empresas, instituciones privadas, públicas, las personas: que mierda y eso a mí que me importa, sólo la quiero a ella a mi lado y el resto que se hunda en el hoyo. Rossy: morir en ti mismo: qué significa eso?.

Marcelo dice: amor... pero no te das cuenta que ya llevamos tres años.
Rossy dice: acuérdate… hablar sobre el amor por el messenger…
Marcelo dice: si ya sé… y te amo… aunque mis amigos digan que estoy loco por amarte sin verte.
Rossy dice: y que crees que dicen de mi… pero que importa eso…
Rossy dice: más importante es lo que yo te enseño…
Marcelo dice: lo trato de asimilar sólo porque tú me lo dices… por que te amo.
Rossy dice: algún día vamos a necesitar el desdoblamiento… las cosas en el mundo van a cambiar… y mucho…
Marcelo dice: en serio que lo he intentado, pero me quedo dormido…
Rossy dice:jajajajaja, not problem…. así es al principio.

Tengo ya tres meses en este estado y no puedo recuperarme. Todo mi mundo interior esta hecho trizas, nada de que lo intento erigir logro mantenerlo por mucho tiempo en pie, mi estado emocional es caótico y temo que me lleve a lo peor, y para colmo el mundo afuera igual. El cielo es gris, la atmósfera es marcadamente fría, las lluvias son mayores y el sol no quiere calentar nuestras almas tristes. Todo tiene un panorama desolador, el griterío de la gente, los saqueos, las muertes por doquier, la violencia familiar, la caída económica de los países, todo en su conjunto es una imagen torturante para un espíritu sensible. Como estará ella, que vivía todos lo dramas juntos cuando en el mundo algo pasaba. No la puedo olvidar, además no quiero. Prefiero mantenerla eterna en la última conversación.
Y una lágrima dejó caer de sus ojos después de dos meses. Había hablado con ella por tres años y no la podía olvidar. Y repetidamente, hacia la desesperación, se consolaba en las palabras últimas que las tenía imborrable en su memoria.

Rossy dice: nadie ha nacido sabiendo amor… todos aprendemos de todos… el destino ha hecho que nos encontremos y tú sepas esto… te amo y mucho y si tú también me amas debes empezar de a pocos…
Marcelo dice: si lo se amor, me lo has dicho muchas veces.
Rossy dice: te amo… mucho… mucho… mucho…

El primer mes que dejó de hablar con ella lloraba todo el día y todos los días su alma se empañaba de un río de lágrimas después de ir y comprobar que las cabinas seguían cerradas.

Si alguno de nosotros: siendo millares en el mundo, hubiera notado algo. Pero nadie creyó cuando llegó a los correos que el internet iba a ser destruida, a pesar de los comentarios todos pensaron que era una de esos emails que siempre se envían para joder. Nadie sospechaba en lo más mínimo en la amenaza y qué podría significar para todos este espantoso desastre. Después la amenaza tuvo nombre propio y todos los días llegaban mensajes sobre el asunto, aún así la gente no alcanzo a ver nada. Aún yo, no le deba importancia, vivía eufórico de encontrarla siempre, a la misma hora.

Marcelo dice: quizá yo no soy para eso amor…
Rossy dice: nada… todos hemos nacido para algo… y tenemos ese gran poder… sólo muere… muere… muere…
Marcelo dice: muere? muere?
Rossy dice: acaso no has leído el libro, esta claro, muere en ti mismo…
Marcelo dice: por lo menos déjame verte… no me digas que no tienes cam…
Rossy dice: si es verdad… no te puedo mentir como antes… pero aún no…
Marcelo dice: amor… porque me escribes así… y esas letras que significan…
Rossy dice: que es eso que me escribes… estas loco?…
Marcelo dice: no sé… yo no escribo nada… la máquina sola se manda…
Rossy dice: no entiendo… no entiendo… amor?… amor?…

Aquella tarde en las cabinas todos estaban perplejos y le reclaman al cabinero por su tiempo, el messenger, la conexión. Nada hacía presagiar. Yo mirando la pantalla, esperando alguna reacción: las palabras nuevamente, la ventanitas vibrando, las conversaciones, los zumbidos, la música, pero por sobre todo esperaba la ventana de Rossy. Pero nada. Sólo el rostro electrónico de un demonio apareció en cruenta carcajada diciéndose llamar Hacker daimos. Cumplió su amenaza y destruyó el internet. Puso en funcionamiento su redimplotion. Fue el final. El resto lo vivimos todos los días. La incomunicación de largas distancias es total. El daño llego incluso a la red satelital, creo que ni el mismo hacker imagino la destrucción que significaría. Un segundo holocausto después de lo de la segunda guerra mundial. La red ha sido eliminada y nada ni nadie puede hacerla volver. Las grandes industrias del internet y de las computadoras han caído, después de defraudar a todos y descubrir la mentira de seguridad que eran. Mucha gente se ha suicidado, y yo, yo no se que hacer. Rossy: si me hubieras dado tu nombre real, si me hubieras dicho donde vives, un teléfono, una pista. Pero nada. Ahora sólo tengo eso de morir en mi mismo que no acabo de entender y que se repite en mi mente como si fuera la respuesta a todo. Además, lo del desdoblamiento astral que en mi desesperación, estoy pensado, sería la única manera de volver a verte.

El tiempo logra lo que no logra la voluntad del hombre: sellar los sentimientos, pero, con el amor de Marcelo, ni siquiera el tiempo pudo forzarlo a mirar la otra cara de la existencia, la de vivir sin Rossy. El sólo vivía para ella, aunque los años se le acabaran contando su ausencia en el espacio, pero no en su corazón.

Y aquí estoy, dando vueltas en este mundo vuelto de cabeza, con los niños jugando nuevamente en las calles a los juegos de siempre, a saltar, a subir a los árboles, a columpiarse. Y los hombres nuevamente inaugurando el saludo y la conversación en los parques como algo novedoso, esto no hacía más que hacer vibrar mi espíritu diario, inmortalizándose. Y ahora algo se movía en mi corazón que no dejaba de decirme un no se que, pero que tenía la certeza me llevaba hacia a algo. Rossy me dijo de continuo que cuando se mueve algo allí, eso se llamaba intuición, que me deje llevar no más, que el corazón sabe conducirse con denuedo de lo incierto a la verdad.

De regreso a mi casa, sin contar el tiempo, sin ver los días y las noches, más que los que de mi corazón sacudiéndome de vez en vez para volver mis emociones en paz; me senté frente al árbol que había crecido bastante desde hacía tres años. Nunca lo había mirado. Nunca me había fijado en el hermoso verdor de sus hojas y los pequeños nuevos seres que se anidan en él, que ahora los oigo cantar sin perderme ninguno de sus trinos salutacionales, esos mismos que debieron cantar cada mañana que me sentía mal y desesperado, pero que resuelto a morir no podía oír. Miro la nobleza de este árbol y me comunico con él, con su nombre, con su voz, con su piel que me anuncia cambios. Antes los árboles comunicaban al tiempo los amores, las luchas, los padeceres del cielo y la vibración de la nueva vida e informaban alborozamente de las rutas de los sabios y de sus sueños deliciosos. Sus movimientos eran el de la imitación de los dioses y sus elementos y sus gritos nos anunciaban la venida de los avatares allá en los milenios venideros. Y no era el messenger. Cuánto romance en tallar el nombre de la amada en la corteza de alguno de ellos. Un corazón y un nombre tallado dentro cobraban vida, incluso en el suspiro de los enamorados preguntándose por los amantes. Y Marcelo cerraba sus ojos recibiendo con resignación divina la lontananza del hermoso pasado. Cuando, minutos después los abriese, guiado siempre por el corazón, talló el nombre de Rossy y el suyo junto, en aquel árbol junto a su casa que ahora era fuente de los pensamientos más sublimes y recónditos. La magia se procesaba de instante en instante en ese árbol ahora que llevaba el nombre de su amada inmortal. Allí estarás por siempre mi amor, se dijo mientras sonreía junto con la tarde de los tiempos. Allí estarás como estrella conjurando todos los males, como estrella bienhechora del fuego creador y del cual yo arderé cuando la emoción sublime de la muerte sea mi destino feliz.

Una tarde inusitada cuando la calma volvió totalmente al corazón de Marcelo y no cesaba de morir en si mismo, se sentó frente a su árbol como siempre, comprendiendo la insignificancia del ser humano frente a la grandeza de la naturaleza y volviendo la mirada hacia el corazón, con el nombre de Rossy y el suyo tallado en ese árbol, sacerdote de sus confesiones, volvió a sonreír después de trece meses, con lágrimas en los ojos, entre ese laberinto de sentimientos, tratando de guardar la calma, con el alma volcada en ese instante de existencia, leyó la inscripción que aparecía adicionada, que decía: te espero, por fin, a la cinco de la tarde frente a tu casa, en mi casa.
Y ya era la hora.
Sincera impudicia

“no hay nadie más irreconocible que uno mismo”
Era octubre. Una pía melodía insonora, silente, sorda; inundaba el ambiente solitario de la habitación. Un morado recogimiento golpeaba la desnudez del espacio y amenazaba con tomar toda la casa, todos los agujeros, hasta que la única privilegiada sensación sea ella, la jacintina y muda canción de aquel decano mes.

La casa, por demás, hablaba, sonreía, lloraba, respiraba, expelía un olor a beatitud. Si no es por los cuadros de bonitos clásicos paisajes, algunos almanaques de niños lozanamente sonrientes, algunos adornos de animales y una que otra cosa común y corriente, sólo faltaría la compañía de un cura para que sea una lustrosa iglesia o un convento. Pero, la señora Dalia recitaba de tal modo, diariamente, un discurso, que se acercaba en mucho al rito dominical de la misa, que le insuflaba de un aire de sacerdocio femenino.

Desayuno, almuerzo y cena, la señora Dalia oraba y agradecía ceremoniosamente a dios y sus santos. La familia estampada en la mesa, recogida en las palabras del matriarcado místico, volvían después de casi veinte minutos la vista al frente. Y comían todo alimento sin decir palabra alguna, menos ejecutar algún movimiento que no sea el de mover las manos, los brazos, la boca, etc., para llevarse y engullir los alimentos.

Vestidos largos, muy largos, mangas largas y el cuello cubierto, para no personificar el pecado con ningún centímetro del cuerpo; sus hijas no podían pintarse el rostro. El niño, pantalón de vestir color azul o marrón, camisa y corbata, para ser perfecto por dentro y por fuera.

Eran ya treinta años, once meses, dos semanas, cinco días, diez y nueve horas, treinta minutos; la mitad de su existencia, de vivir congraciada a dios en cada instante de su vida doña Dalia, así viviría el resto de su vida, y así tendrían que vivir sus hijos.

Ella, la hija mayor, demorándose en bajar, se miraba frente al espejo que en sus quicios de madera lucía estampitas de san judas, san patricio, san pedro, la virgen maría, san josé y otras, que le hacían recordar que la imagen del espejo tenía que parecerse algún día a la de alguno de ellos, eso era básico para que a los treinta y dos años pueda casarse y pueda elegir al hombre que podría poseerla en comunión con dios. La habitación estaba pintada de blanco, símbolo de la pureza y de la paz. Buena influencia para el corazón, el alma y los sueños de Paola. Le faltaban ocho años para poder escoger al novio. Atenta al espejo y a su imagen, se probaba unos aretes que secretamente había guardado después que una amiga le hiciera el regalo. Doña Dalia no dejaba que usara ningún ornamento, decía que eran joyas del diablo y que seguro él las lucía como estrellas en el cielo del infierno.

Paola, mientras se miraba al espejo, de vez en cuando observaba el reflejo en él del traje morado que le esperaba sobre la cama que estaba detrás. Era la octava noche de procesión y debía ir. Como todos los años. Ella sonreía alegremente, recordaba que el mes de octubre era el mejor mes para ella. El morado era su color favorito y todo lo que tenga olor y sabor a él era de un extasiante agrado para ella desde hacía tres años. Eran, además, las únicas noches que podía ejercer la libertad que la naturaleza provee a todos los seres de su creación. Pues su madre no la dejaba andar sola por ningún sitio, decía que estaba en la edad en la que el diablo anda a tientas detrás de sus inocencias para apoderarse de ellas.

Paola pertenecía a las acordonadas de la procesión, ella impedía que el impulsado frenesí de algún feligrés alcanzara la imagen. La luna la miraba silenciosamente desde lejos, sin poderla tocar. Su cabello salvajemente ensortijado que siempre llevaba atado, caía largo, como catarata de paisaje chino sobre sus hombros delicadamente altos. Le gustaba observárselo antes de amarrárselo. Su piel canela, bellamente aporcelanada, dejaba ver pequeñas pecas dulcemente estéticas repartidas en su rostro oval de hermosos pómulos salientes. Sus ojos grandes, pestañas largas y alzadas, naturales; dejaban ver todo el cielo de su alma sensual. Sus pechos cual frutas frescas se alzaban retando a la gravedad y brillaban sonoramente a los labios desconocidos de la lujuria.

Era lo suficiente de estatura como para alcanzar cualquier ansia febril y coger el ánimo más arrebatado y sublime, y sentir ese gran poder hurtado a la sensualidad del fuego.

Era un encanto. Era la misma magia elemental hecha niña, hecha mujer. Una magia que ejecutaba sus pases magísticos en la sinuosidad ponderada de sus caderas anchas que era sostenida por sus piernas endiosadas, divinas, gracias del cielo y columnas de la ignota libidinidad juvenil. Lascivamente inocente y atrayente. Toda una beldad rozagante, tenía que vestirla de morado. Pero ella se alegraba del mes, endulzaba sus labios con sonrisas continuas. Explotaban sus mejillas al vaciarse su festividad discretamente efusiva por la comisura de sus labios prodigiosos. Cada mes de octubre, ansiado por once meses centuriales, celebraba su navidad personal, era sus fiestas patrias moradas. Todo ese mes era su cumpleaños uno y hubiese querido recibir pasteles, dulces, piñata y felicitaciones, si es que no tendría que disimular su exagerada alegría, encubrirla, con la imagen de la devoción espiritual. Era su mes.

Doña Dalia vivía y hablaba orgullosa de su Paola. Era una devota incontrastable del Señor de los Milagros. Desde hace tres años que resultaba una feligresa denodada, virtuosa y ejemplar, y no había que exigirle como antes para cumplir con sus votos religiosos. Había cambiado. Se había corregido. Ella no lo quería decir y nadie lograba descubrir de la actitud nueva. Pero, al fin al cabo lo que bastaba era que cumpla. Doña Dalia estaba satisfecha con el rebozado cambio.

Paola, se urgía. Ya eran siete y cuarenta de la noche y ella debía estar a las ocho en su cita de todos los días de octubre y de todos los años. Se sacaba los aretes y se los guardaba en el pecho. Se cubría afanosamente de su traje morado sabiendo lo fácil que es ponérselo y sacárselo, y ceñía su deliciosa y poseedora cintura con el cordón blanco de costumbre.
Medias de nylon solamente hasta las rodillas y zapatos negros de amarras que nunca ha desamarrado, solo se los pone y se los saca. Mientras hacía todo, de soslayo miraba su imagen reflejada en el espejo, viéndose como iba quedando cubierta, lista para entregarse al señor de los milagros. A su señor de los milagros.

Doña Dalia, después de varias llamadas, la esperaba en la puerta de la casa. ¡Ya hija! , Le decía doña Dalia a Paola mientras ella bajaba por la escalera de madera, posando muy delicadamente solo dos dedos, con el avance de cada escalón, sobre el pasamanos que tenían cedrados sostenes con figuras de ángeles y trinidades.
Paola, cubierta de morado hasta las pantorrillas, bajaba como si no le debiese a nadie ni a nada su existencia, lucía esplendorosa y graciosa; mientras su madre ejecutaba una orgullosa y rugosa sonrisa en su rostro mientras esperaba que bajara totalmente para decirle: ¡Hay hijita mía! ¿Quién lo creyera ahora? ¡Toda una moradita! – Paola besaba a su madre mostrando su sonrisa inocente, la más inocente e ingenua que tenía y la abrazaba abriendo la puerta para salir de su casa.

Mientras más cerca estaban a la procesión, un extraño nerviosismo se apoderaba de Paola que se expresaba en una súbita risita inacabada y el temblor de su brazo, al que iba sostenida su madre la que le aconsejaba: “No tienes por que ponerte nerviosa hijita mía. Solo encomiéndate a dios y veraz que te dará la fuerza para cumplir con tu labor”. Paola asentía con la mirada de costado, mirando a doña Dalia, apagando su risita en un suspiro profundo y cardiaco. Guardaron silencio y Paola pareciera que se dejaba llevar del brazo y el sostén de su madre, mientras que ella paseaba sobre imágenes que frotaba sobre la nada de su mirada perdida; a pesar de que, los muchachos lanzaban las más atrevidas frases que estaban lejos de ser halagos: ¡Suegra! ¡Esta buena tu hija!, ¡Paola mi amor, te robo esta noche!, ¡Suegrita yo se la cuido!, ¡Paolita tengo un buen arranque para tus curvitas de la muerte! Etc., etc., etc. Pero Paola, parecía impávida ante aquellas atenciones, solo iba de frente. Doña Dalia consciente perfectamente del comportamiento decoroso de su hija, sabía que ella no desgastaría su entusiasmo en chicos de esa calaña.

Cuando llegaron ya se había hecho la formación del grupo de sahumadoras y el grupo de las que rodearían y protegerían la imagen. Paola, después del beso de su madre, tomó su lugar tomando la circular cuerda que rodeaba al señor de los milagros y se aprestaban a empezar una noche más de procesión.

La banda con un sonoro bum del bombo empezó la música al compás de una cadenciosa y trillada letra de costumbre: “Seeeñooorrrrr de los milagrooooossssss, aquí veniiiiiiiimoooooosssss en procesióooooooooon, tuuuuuuuuus fieles devotooooosss a implorar...” Y un río de voces inició a seguir plañideramente la canción del devoto tedio. Las nubes perfumadas de incienso y sahumerio cubrieron el paisaje móvil y los cientos de pasos lentos se fumaban las calles dejando, por donde pasaban, una ola de silencio y un tropel de humanos, de voces sordas y lejanas.

Paola se había olvidado de todo y no sabía de otra cosa, en ese instante, de su labor devota. Hasta que se dio cuenta que una mirada de enfrente insistentemente había estado queriendo llamar su atención con un movimiento de hombros y de cabeza hacia arriba y hacia abajo, interrogándola de algo que solo ella sabía. A lo que Paola, sorprendida, respondía con un: “no sé” gestualizado por su boca.

La cantidad de gente, el picadillo, los empujones, la cancioncita melosa, la sonora banda, el motor que lograba mantener prendida la luces de la imagen, el llanto de muchos niños, el llanto de arrepentidas, las oraciones de otros que no cantaban, la oscuridad de la noche, el polvo revelándose ante la cantidad de besos de los cientos de zapatos, y, la mirada de la virgen que le daba la espalda al principal de la noche, todo un ambiente de regocijo funesto, de excitación religiosamente doña peparado.

De cuando en cuando la procesión se detenía, Paola, lejos de la mirada de la madre, permanecía callada, sosteniendo la gruesa cuerda, esperando. La amiga la miraba sin quitarle la vista de encima. Súbitamente, su corazón empezó a latir tan rápido como podía y podía sentirlo chocar con su pecho. La respiración la convirtió en gemido y su cuerpo se estremeció en un paroxismo emocional lúbrico, cuando sintió la mano fuerte y grande tocando su cintura, mientras en ese preciso instante sonaba nuevamente el bum del bombo, reiniciando la procesión. Ella soltó la cuerda y la amiga asintió con la cabeza aprobando su reacción, chupándose con ganas el labio inferior.

Paola se dejó perder entre el avance de la gente, quedándose cada vez más atrás. Y solo pudo sentir como se iba alejando el canto, la nube de incienso, la gente y ese calor extraño que la rodeaba mientras estaba allí.

Era la treceava posición y solo recordaba el momento del escape, ese instante de serenidad convulsiva, como rayos de imágenes que pasaban por su mente, para retirarlos luego y poder saber que estaba sobre Marcelo, extasiada en un movimiento compulsivo de sus grandes caderas anchas, para sentir más el poder de estar encima, de ser poseída, mientras sentía como Marcelo frotaba con sus manos fuertes y grandes su vientre extensamente excitado. Sentir que estrujaban sus tetas, por que así quería que las llamaran, no senos, tetas; hasta sentir que se las arrancaran de pasión embelesadora e hipnótica.

“¡Cógeme el culo!” Gritaba ella cuando Marcelo se olvida de sus frondosas y duras nalgas. “Te falta manos” Le decía ella sonriendo fugazmente mientras cada vez ejecutaba movimientos con más audacia y rapidez, meciendo las caderas, tratando de que salgan de su orbita con tal de llegar, de llegar hasta el placer. Hasta lo máximo.
Paola, con los cabellos sueltos y salvajemente largos, parecía toda ella un personaje mítico salido de alguna pintura de la mano de un dios excitadamente creador, borracho de lascivia divina y lujuriosamente enamorado de la belleza. Paola, con luz ninfada, se había transformado en una rabiosa cortesana para su hombre, para su Marcelo, yacía embrujada por la magia de la rijosidad. Brillaba de un placer profundo. Yacía sobre la lascivia juventud: Mientras se podía oír una canción silenciosa de versos violinados y graves. Sensualmente cubierta de arrechura dejaba de ser para ser. Y sus actos mandaban a la mierda a toda hipocresía del mundo y solo era ella... Ella... Solo ella... ELLA...
El traje morado yacía bajo la comunión de sus cuerpos, sobre el suelo, cómplice formidable para una buena penetración, pensaba Paola, mientras se cogía el cabello que se lo lanzaba hacia tras con el desenfado de una puta maja goyana que era como le gustaba que la llamara mientras hacía el amor.

Mientras sudaba litros de placer terriblemente deseado, sentía que se venía el cielo, la emoción más infinita, innombrable e impronunciable por el verbo, la sensación más cruda y sensacionalmente poderosa. Y le gritaba a su Marcelo, enrojecida, expeliendo lágrimas de miel, con su voluntad en el cautiverio de su virilidad: “Mi amor, mi vida, tú eres mi señor, ¡hummm! ¡Mi único señor! ¡El que me hace el milagro! Tú eres, ¡Mi señor de los milagrooosss! Y lanzó un grito duro, maduro y grandilocuentemente gestado y se poso con el alma transformada con sus tetas relajadas sobre el pecho de su señor.

Mientras yacía sobre las andas de su querido Marcelo... Sobre las andas de una canción jodida y melosa avanzaba a lo lejos otro señor que no era el señor de los milagros de Paola, quien se mecía aún, ya lenta, sobre el placentero fuego de la sincera y natural impudicia de su ser.


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